Sólo el espejo los refleja, aunque las fotos se olviden de ellos. No se los lee en los sosegados párrafos de los diarios, ni se los ve en las taciturnas pantallas de televisión. La miopía de la realidad no vive en la lengua, ni tampoco en las campañas de papel y pintura. La ceguera de la realidad habita en el abandono; duerme en la mentira; sueña la pesadilla de estar despierto, y vuelve a cerrar sus párpados.
Los olvidados recuerdan que las palabras los nombran, pero la memoria de las cuerdas vocales a veces inventa su amnesia, para decir, para contar, para negar, para sólo hacerse escuchar cuando los estómagos murmuran; locuras que ocurren cada dos pares de vueltas al sol. Luego el silencio. Luego la realidad: un caprichoso abismo se hunde en el suelo, se ensucia en el barro, se empolva en el aire, se declara inocente de la preterición del vacío, de la nada ninguneada, de una escalera sin peldaños que se encalla en el picaporte inmóvil de un camino que termina sin empezar.
Y aquel espejo los mira, y observa la soledad del estigma, la sociedad de la etiqueta mácula, la crucifixión de la pantomima. Entre santos y duendes caminan las huellas y las sombras de las lágrimas huérfanas de ojos, haciéndose sudor en la frente, que suele ser hábito en los días y noches de un trabajo mal pago. Los olvidados lo sienten y lo saben: son sus manos las que sangran esfuerzo, las que palpan insatisfechas los frutos de la labor que nunca les llega, pero que cruelmente… siempre les presume.
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Los olvidados recuerdan que las palabras los nombran, pero la memoria de las cuerdas vocales a veces inventa su amnesia, para decir, para contar, para negar, para sólo hacerse escuchar cuando los estómagos murmuran; locuras que ocurren cada dos pares de vueltas al sol. Luego el silencio. Luego la realidad: un caprichoso abismo se hunde en el suelo, se ensucia en el barro, se empolva en el aire, se declara inocente de la preterición del vacío, de la nada ninguneada, de una escalera sin peldaños que se encalla en el picaporte inmóvil de un camino que termina sin empezar.
Y aquel espejo los mira, y observa la soledad del estigma, la sociedad de la etiqueta mácula, la crucifixión de la pantomima. Entre santos y duendes caminan las huellas y las sombras de las lágrimas huérfanas de ojos, haciéndose sudor en la frente, que suele ser hábito en los días y noches de un trabajo mal pago. Los olvidados lo sienten y lo saben: son sus manos las que sangran esfuerzo, las que palpan insatisfechas los frutos de la labor que nunca les llega, pero que cruelmente… siempre les presume.
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Detrás de las miradas ellos observan. Viven ahí, en el abismo de las ciudades, o donde la ciudad ahorra sus luces, ahí, lejos del ruido; en el camino del silencio se hacen oír. La memoria de los olvidados no es débil. Ella sabe de sus cantares, se entera de sus voces, embandera la huella del sendero del barro, donde el hombre nace y donde el hombre se hace, donde el hombre muestras sus manos gastadas, y las cierra, y promete ser recordado, si no es hasta la victoria, por siempre, para que el olvido se olvide de ellos y la dignidad los perpetúe en su estampa de libertad insurrecta.
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Nicolás Galíndez
Agosto de 2008