El más grande juicio después del juicio a las Juntas. El mismísimo Belcebú se encuentra en el banquillo pidiendo de abogado al Dios de la civilización occidental y cristiana que alguna vez amparó al genocidio argentino. “Nunca me arrepentiré”, lo cree. Él es, para él y los melancólicos de la dictadura, un héroe nacional que perdió en lo político pero ganó en lo militar. Degeneración de familia, educación de plomo: padre y abuelo siguen su misma historia de golpismos y fusilamientos. Las épocas de las pobrezas de muchos y las riquezas de pocos, piensan en ese linaje de tres por la libertad, son las mejores.
El que pensó y lo dijo, murió. Y aquí está el pensamiento que quedó, ahora juzgándolo. Nadie le explicó que la memoria y la justicia no son hermanas de la venganza. Nadie le dijo, porque él a nadie escucha. Desde Córdoba a Jujuy un manto de tinieblas con su firma cubre la oscuridad más oscura de la realidad argentina. Y ahí, detrás de las balas, son testigos sus víctimas. Ellos hablan lo que él silencia, porque a él alguien le explicó que el silencio sí es hermano de la impunidad. En su voz, ahora muda, atestigua su verdad: una guerra que no fue, y la muerte de todos aquéllos que cometieron el gravísimo crimen contra la patria de estar registrados en una agenda.
Y ahí está él: viejo de años, empapado de sangre, joven de cárcel común. Añorando su desesperanza de mear en los mares de Chile, luego de muertes y muertes que blanquearían desapariciones en el Beagle más desesperado, en una guerra con el país trasandino sólo evitada por los pueblos a los que él jamás entendió.
La Perla, hecha museo, sin listas abiertas, fue su templo. Colón y Sagrada Familia uno de sus lugares de práctica religiosa: ¿Será casualidad esa intersección? A él no le importa: “estamos ganando la tercera guerra mundial”, gritó, apuntó y mató.
Él, Luciano Benjamín Menéndez, es otra mancha negra en las páginas de la trágica Historia Argentina. Las balas que disparó están volviendo en su contra, hechas verdad, hechas justicia, hechas memoria.
El que pensó y lo dijo, murió. Y aquí está el pensamiento que quedó, ahora juzgándolo. Nadie le explicó que la memoria y la justicia no son hermanas de la venganza. Nadie le dijo, porque él a nadie escucha. Desde Córdoba a Jujuy un manto de tinieblas con su firma cubre la oscuridad más oscura de la realidad argentina. Y ahí, detrás de las balas, son testigos sus víctimas. Ellos hablan lo que él silencia, porque a él alguien le explicó que el silencio sí es hermano de la impunidad. En su voz, ahora muda, atestigua su verdad: una guerra que no fue, y la muerte de todos aquéllos que cometieron el gravísimo crimen contra la patria de estar registrados en una agenda.
Y ahí está él: viejo de años, empapado de sangre, joven de cárcel común. Añorando su desesperanza de mear en los mares de Chile, luego de muertes y muertes que blanquearían desapariciones en el Beagle más desesperado, en una guerra con el país trasandino sólo evitada por los pueblos a los que él jamás entendió.
La Perla, hecha museo, sin listas abiertas, fue su templo. Colón y Sagrada Familia uno de sus lugares de práctica religiosa: ¿Será casualidad esa intersección? A él no le importa: “estamos ganando la tercera guerra mundial”, gritó, apuntó y mató.
Él, Luciano Benjamín Menéndez, es otra mancha negra en las páginas de la trágica Historia Argentina. Las balas que disparó están volviendo en su contra, hechas verdad, hechas justicia, hechas memoria.