Un tosido del viento en el seno del invierno puede resultar un milagro de la naturaleza para quien lo siente detrás de una ventana tupida; pero suele ser una catástrofe para el que usa de sábanas un par de cartones rotos. Un resfriado del aire que con cada estornudo devuelve una fina lluvia de nostalgia es un día gris para unos, pero bastante negro para otros. Un céfiro sopla como un inevitable evento estacional, como si no fuera el incierto destino de un huracán que corta con milimétrico filo las casillas de chapa en una villa miseria de alguna ciudad “sudaca”.
La naturaleza responde: el sol y las nubes se unieron en una cruzada contra el hombre. El biocidio deber ser penado: la sequía y las inundaciones son la condena para un ser humano que se cree omnipotente. El agua, nostálgica de los bosques, se queda a esperarlos en el suelo que alguna vez compartieron, vertiéndose en donde nunca estuvo, buscando las huellas de los árboles que el hombre borró. Viendo los océanos de soja, el agua huye en una riada hacia el mar, desbordándose de las cuencas fluviales, como si estuviera cumpliendo con su venganza, sin distinguir entre culpables e inocentes, entre indignos e indignados, entre la voz de los que son escuchados para negociados y el lenguaje de los ninguneados, mil y un veces sentenciados.
Reina soja que hoy alimenta a los autos. Tirana soja que hoy dictamina la inanición de millones de personas. Extraño biocombustible que viene a salvar al medio ambiente talando montes y selvas, echando a indígenas de sus tierras, promoviendo la economía del monocultivo en un sistema que, de tanta antropofagia, se anda atragantando con la moda de una dieta vegetariana. Es Brasil el paraíso del cultivo top –sorprende ver cómo llegan hasta el borde de las rutas estas plantaciones-, pero una molestia está vallando al progreso: por capricho de la naturaleza el Amazonas no nació siendo un manantial de soja. Cargado de funciones está el ecosistema brasileño, como si el pulmón del mundo no tuviera, además, la terrorífica tarea de ser la mueblería del orbe.
¿Dónde duerme la noche si el sol es el que nunca sale en un barrio pobre latino? ¿Dónde se acomoda el frío si no es en la cama de un campesino pobre? ¿Dónde se alimenta el hambre si no es en un universo paralelo al de esta política? ¿Dónde sueña el insomnio si no en las ojeras de un jubilado que sufre el olvido de un sistema amnésico? ¿Dónde recuerda su cultura un poblador originario si no es en el “desierto” y a espaldas de la moral occidental y cristiana? ¿Cuándo volverá el tiempo a no ser esclavo del reloj? Preguntas de un cuento que nunca termina porque tiene la obsesión de volver a volver a empezar con cada amanecer, como si desconociéramos que la imposición de la rutina es la escenificación perfecta del mito de Sísifo; como si afirmar que el nunca acabar acabará fuese la blasfemia perpetua.
Un día normal en la vida de unos: levantarse, desayunar e ir a trabajar. Un día normal en la vida de otros: despertar en el desesperante ayuno de una jornada cruelmente eterna; como quien sale a ganarle a la vida un round en una pelea que, según algunos, tienen desde la cuna perdida. Un día normal… como si escuchar el grito de las entrañas quejarse por hambre fuese normal; como si aceptar que cada hora en su subsistencia es una fatalidad ineludible de la existencia y eso fuese normal; como si decir que un modelo de país no tiene la culpa de todo esto fuese verdad; como si afirmar que ningún cambio es posible fuese real; como si afirmar que el pueblo gobierna a pesar de sus representantes fuese una utopía; como si… como si…
La naturaleza responde: el sol y las nubes se unieron en una cruzada contra el hombre. El biocidio deber ser penado: la sequía y las inundaciones son la condena para un ser humano que se cree omnipotente. El agua, nostálgica de los bosques, se queda a esperarlos en el suelo que alguna vez compartieron, vertiéndose en donde nunca estuvo, buscando las huellas de los árboles que el hombre borró. Viendo los océanos de soja, el agua huye en una riada hacia el mar, desbordándose de las cuencas fluviales, como si estuviera cumpliendo con su venganza, sin distinguir entre culpables e inocentes, entre indignos e indignados, entre la voz de los que son escuchados para negociados y el lenguaje de los ninguneados, mil y un veces sentenciados.
Reina soja que hoy alimenta a los autos. Tirana soja que hoy dictamina la inanición de millones de personas. Extraño biocombustible que viene a salvar al medio ambiente talando montes y selvas, echando a indígenas de sus tierras, promoviendo la economía del monocultivo en un sistema que, de tanta antropofagia, se anda atragantando con la moda de una dieta vegetariana. Es Brasil el paraíso del cultivo top –sorprende ver cómo llegan hasta el borde de las rutas estas plantaciones-, pero una molestia está vallando al progreso: por capricho de la naturaleza el Amazonas no nació siendo un manantial de soja. Cargado de funciones está el ecosistema brasileño, como si el pulmón del mundo no tuviera, además, la terrorífica tarea de ser la mueblería del orbe.
¿Dónde duerme la noche si el sol es el que nunca sale en un barrio pobre latino? ¿Dónde se acomoda el frío si no es en la cama de un campesino pobre? ¿Dónde se alimenta el hambre si no es en un universo paralelo al de esta política? ¿Dónde sueña el insomnio si no en las ojeras de un jubilado que sufre el olvido de un sistema amnésico? ¿Dónde recuerda su cultura un poblador originario si no es en el “desierto” y a espaldas de la moral occidental y cristiana? ¿Cuándo volverá el tiempo a no ser esclavo del reloj? Preguntas de un cuento que nunca termina porque tiene la obsesión de volver a volver a empezar con cada amanecer, como si desconociéramos que la imposición de la rutina es la escenificación perfecta del mito de Sísifo; como si afirmar que el nunca acabar acabará fuese la blasfemia perpetua.
Un día normal en la vida de unos: levantarse, desayunar e ir a trabajar. Un día normal en la vida de otros: despertar en el desesperante ayuno de una jornada cruelmente eterna; como quien sale a ganarle a la vida un round en una pelea que, según algunos, tienen desde la cuna perdida. Un día normal… como si escuchar el grito de las entrañas quejarse por hambre fuese normal; como si aceptar que cada hora en su subsistencia es una fatalidad ineludible de la existencia y eso fuese normal; como si decir que un modelo de país no tiene la culpa de todo esto fuese verdad; como si afirmar que ningún cambio es posible fuese real; como si afirmar que el pueblo gobierna a pesar de sus representantes fuese una utopía; como si… como si…