Andaban con hambre las tierras europeas. Viejas y desgastadas de producir para unos pocos. Nadie imaginaba que la mierda de los pájaros y el salitre del suelo eran la fuente de su juventud. Y así nacieron las hermanas siamesas: en este sálvese quien pueda, siempre vienen juntas, unidas por las manos y el corazón, la nueva industria rentable y la guerra por su explotación. El mundo necesitaba del guano y del salitre para fertilizar los campos. En Perú y en Bolivia abundaban. Y de Perú y de Bolivia se nutrió, otra vez, Europa.
Con trajes y armas inglesas los chilenos invadieron Bolivia y Perú en busca del salitre –al guano ya se lo habían llevado-; elemento que además de alimentar a la tierra, mediante alquimia se transformaba en la misma pólvora que sirvió para invadir países.
En 1874, Bolivia permitía que en sus desérticas tierras de Atacama, algunas empresas chilenas explotaran el nitrato de potasio (salitre) con un cheque en blanco: se llevaban el mineral con la anuencia de un impuesto casi exento. Pero en 1878, el presidente boliviano Hilarión Daza, que no se mereció ninguna vela, se metió en donde no debía: exigió que las empresas paguen más impuestos a cambio del derecho a llevarse el salitre. Chile, irritado, cortó relaciones con Bolivia, y un día de los enamorados (que todavía no lo era) de 1879, decidió, celoso, terminar definitivamente con su amor. Es así que en nombre del libre comercio ocupó la región de Antofagasta. Se disparó la Guerra con Bolivia. Su amante inca, Perú, aliada de Bolivia por un Tratado de defensa mutua, también le declaró su odio armado a Chile. Por burocracia e incapacidades de los poderes gobernantes y de la oligarquía de aquellos momentos, los aliados pierden sus territorios. Desde esa guerra, que llamaron -con conciencia de las contradicciones- “del Pacífico (Segunda edición)”, Bolivia quedó acorralada tras las murallas de Los Andes, perdiendo su legítima salida al mar. Para la “Enciclopedia Británica”, Bolivia no estaba equipada para desarrollar esa región y, más bien, la pérdida de ésta implicó un giro interno que condujo a la caída de los caudillos militares, al auge del civilismo y al surgimiento de una clase empresarial que se volcaría a explotar la minería altiplánica. Tal vez se refiera al civilismo de los saqueadores Big Three: Simón Patiño, Mauricio Hochschild y a Carlos Aramayo.
Un tiempito antes, en 1867, Manuel Melgarejo, un narciso que creyó que Dios fue creado a su imagen y semejanza, y un tirano que parecía pensar que Maquiavelo había escrito El Príncipe para él, regaló, por hacerlo nomás, un poco de tierras de Atacama a Chile, y unas cuantas hectáreas a Brasil. Bolivia se había quedado sólo con Antofagasta, el puerto de Mejillones, Cobija y Tocopilla. Sin embargo, Chile la explotaba.
En 1904, el presidente boliviano José Manuel Pando, mientras entregaba miles de hectáreas a Brasil, declaraba, además, que en el país de los indígenas, eliminar un indio no es delito. Él mismo reconoce el dominio absoluto y perpetuo a favor de Chile de todos los territorios perdidos por la fuerza en la Guerra del Pacífico. Sin embargo, hoy, el país del altiplano sostiene que este tratado es nulo, porque Chile había amenazado con una nueva invasión a sus gobernantes[1]: Bolivia otorgaba los territorios si los chilenos le perdonaban la vida.
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Con trajes y armas inglesas los chilenos invadieron Bolivia y Perú en busca del salitre –al guano ya se lo habían llevado-; elemento que además de alimentar a la tierra, mediante alquimia se transformaba en la misma pólvora que sirvió para invadir países.
En 1874, Bolivia permitía que en sus desérticas tierras de Atacama, algunas empresas chilenas explotaran el nitrato de potasio (salitre) con un cheque en blanco: se llevaban el mineral con la anuencia de un impuesto casi exento. Pero en 1878, el presidente boliviano Hilarión Daza, que no se mereció ninguna vela, se metió en donde no debía: exigió que las empresas paguen más impuestos a cambio del derecho a llevarse el salitre. Chile, irritado, cortó relaciones con Bolivia, y un día de los enamorados (que todavía no lo era) de 1879, decidió, celoso, terminar definitivamente con su amor. Es así que en nombre del libre comercio ocupó la región de Antofagasta. Se disparó la Guerra con Bolivia. Su amante inca, Perú, aliada de Bolivia por un Tratado de defensa mutua, también le declaró su odio armado a Chile. Por burocracia e incapacidades de los poderes gobernantes y de la oligarquía de aquellos momentos, los aliados pierden sus territorios. Desde esa guerra, que llamaron -con conciencia de las contradicciones- “del Pacífico (Segunda edición)”, Bolivia quedó acorralada tras las murallas de Los Andes, perdiendo su legítima salida al mar. Para la “Enciclopedia Británica”, Bolivia no estaba equipada para desarrollar esa región y, más bien, la pérdida de ésta implicó un giro interno que condujo a la caída de los caudillos militares, al auge del civilismo y al surgimiento de una clase empresarial que se volcaría a explotar la minería altiplánica. Tal vez se refiera al civilismo de los saqueadores Big Three: Simón Patiño, Mauricio Hochschild y a Carlos Aramayo.
Un tiempito antes, en 1867, Manuel Melgarejo, un narciso que creyó que Dios fue creado a su imagen y semejanza, y un tirano que parecía pensar que Maquiavelo había escrito El Príncipe para él, regaló, por hacerlo nomás, un poco de tierras de Atacama a Chile, y unas cuantas hectáreas a Brasil. Bolivia se había quedado sólo con Antofagasta, el puerto de Mejillones, Cobija y Tocopilla. Sin embargo, Chile la explotaba.
En 1904, el presidente boliviano José Manuel Pando, mientras entregaba miles de hectáreas a Brasil, declaraba, además, que en el país de los indígenas, eliminar un indio no es delito. Él mismo reconoce el dominio absoluto y perpetuo a favor de Chile de todos los territorios perdidos por la fuerza en la Guerra del Pacífico. Sin embargo, hoy, el país del altiplano sostiene que este tratado es nulo, porque Chile había amenazado con una nueva invasión a sus gobernantes[1]: Bolivia otorgaba los territorios si los chilenos le perdonaban la vida.
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Quizás algún día los bolivianos dejen de ser extranjeros en sus propias playas y vuelvan a tener el derecho de optar entre ver caer el sol donde la línea del cielo se confunde con la del mar, o de verlo enterrarse, como la hace con idéntica grandeza, tras las cumbres de Los Andes.
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[1] Yuri Aguilar Dávalos, Conflicto Bolivia-Chile, un tratado de Paz y Amistad nulo. También entiende que el tratado viola el derecho natural al uso del mar, y, además, que la cesión de territorios sólo puede ser aceptada por una Asamblea Constituyente; lo cual no sucedió.