La revolución industrial trajo consigo el “virus” de la pobreza. Las ciudades prometían bienestar. Pero eso fue pura propaganda para los campesinos que emigraban a las grandes urbes. Los europeos llegaban a América[1] para encontrarse en los puertos con la realidad que, desesperada, los esperaba. El pauperismo, hijo desconocido del capitalismo, se multiplicaba. -¡Peligro, peligro!-, gritaba el peligroso. La miseria es causal de delitos, vociferan las clases dominantes.
La situación social en Argentina, y en toda América, indicaba que ocho de cada diez obreros o artesanos eran extranjeros y entre ellos había socialistas y anarquistas. No había jornada laboral. No había domingos. Y unos entendidos en ciencias humanas descubrían que la holgazanería era la madre de todo vicio. Al tanto, José Winiger responde que está próxima la hora del socialismo en el mundo. Las huelgas estallan. Fue entonces cuando hombres de toga, pluma o sotana clamaron por la expulsión de los extranjeros enemigos del orden. Miguel Cané (1851-1905), abogado sarmientista, preparará un proyecto de ley para echar a los agitadores foráneos.
Sarmiento (1811-1888) admiraba lo de afuera: su Europa, su Norteamérica, porque eso era civilización. Lo nuestro, lo original, era barbarie, era escoria, era basura. Un hombre oscuro que fue claro al dar el concepto de lo que él entendía por “pueblo”: “Cuando decimos pueblo, entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante”. Los otros, los nadies, nada se merecían. Eran lo que eran, y por eso no tenían derecho a ser. Más bien, merecían la muerte: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos". (Carta de Sarmiento a Mitre: 20/09/1861). Fiel a su darwinismo social, los pobres se merecían ser pobres, y por pobres debían morir: "Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos?. Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer". (Del discurso en el Senado de la Provincia de Buenos Aires, 13/09/1859). Los indios tenían el gran problema de haber nacido en una tierra que, por leyes ajenas, ya no era suya, por lo que también deberían ser masacrados: "¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar (…) Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado". (El Progreso, 27/09/1844; El Nacional, 19/05/1887); Es “preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana: raza perdida de cuyo contagio hay que librarse" (Carta a Mitre de 1872).
Profesor de pocos, ilustrado en el arte de aniquilar, sabedor de doctrinas extranjeras, admiró la mirada inglesa, pretendió tener la cultura inglesa, quiso que Argentina fuese inglesa: “La invasión de las Malvinas por parte de los ingleses es útil para la civilización y el progreso" (El Progreso, 28/12/1842), al tanto que lamentó que fracasaran las Invasiones Inglesas en la Argentina continental. Adicto al francés, escribió en ese idioma en una piedra de los Andes: ¡Barbares, on ne tue pas les idées!, que traducido quiere decir: ¡Bárbaros, las ideas no se matan!, pero nunca lo puso en español.
Alberdi, que pensaba en sus Bases que ni aun educando cien años a un gaucho o a un cholo lograremos siquiera un obrero inglés, impulsó una Constitución que hacía eco del lenguaje darwinista que invadía a la sociedad antisocial. Los constituyentes de 1853 reconocían la superioridad racial de los europeos –“especie” a la que ellos idolatraban-. Es así que, a instancias de Alberdi, se debía reemplazar a los argentinos por las razas viriles[2]. Cuidando el uso de las palabras, el Art. 21 aún hoy establece que el Gobierno fomentará la inmigración europea. La razón, en esos tiempos, era que ellos vengan a civilizar a los americanos. Nada decía nuestra carta magna, sino hasta la reforma de la constitución en 1994[3], acerca de los “otros” inmigrantes. No vaya a ser que lleguen muchedumbres bolivianas, paraguayas, asiáticas o africanas. Es así que a principios del siglo XX, esta verdad natural salió a la luz mediante la ley de residencia y otras leyes inmigratorias, que prohibían la entrada al país a vagos, pobres, chinos, anarquistas, y demás personas que habían nacido con la cualidad de simplemente no ser.
En Bolivia, donde la mayoría es indígena, Gabriel René Moreno (1836-1909) concluía, a principios del siglo XX, que el cerebro de los aborígenes y de los mestizos de su país era celularmente incapaz. Alcides Arguedas (1879-1946), becado en París por Simón Patiño, eterno dueño y ladrón del estaño de Bolivia, coincide con Moreno: los mestizos heredan lo peor de las peores razas. Es un hecho de la zoología más que de la biología: la pobreza del pueblo proviene de su propia naturaleza y no del robo dantesco de los recursos andinos que realizan los grandes empresarios.
Mientras tanto, en EEUU, entre 1911 y 1930, se aprobaban en 24 estados leyes de esterilización dirigidas a diversos “inadaptados” sociales: retrasados mentales, criminales y enfermos mentales. Se restringió también el matrimonio entre miembros de varias razas. Pero el triunfo clave del movimiento eugenésico se produjo en 1924, cuando una coalición de eugenicistas y algunas grandes empresas presionaron para conseguir la aprobación de la Ley de Johnson, que limitaba de forma muy importante la inmigración hacia Estados Unidos de los países mediterráneos y de Europa oriental. Los eugenicistas afirmaron que estos inmigrantes eran inferiores a los anglosajones y que estaban contaminando la raza americana pura. Theodore Roosevelt, quien imponía que EEUU debía ejercer el poder de policía sobre toda América Latina, exaltaba las virtudes de las razas fuertes, nacidas para dominar, y sentenció que no hay mejor indio que el indio muerto.
---La situación social en Argentina, y en toda América, indicaba que ocho de cada diez obreros o artesanos eran extranjeros y entre ellos había socialistas y anarquistas. No había jornada laboral. No había domingos. Y unos entendidos en ciencias humanas descubrían que la holgazanería era la madre de todo vicio. Al tanto, José Winiger responde que está próxima la hora del socialismo en el mundo. Las huelgas estallan. Fue entonces cuando hombres de toga, pluma o sotana clamaron por la expulsión de los extranjeros enemigos del orden. Miguel Cané (1851-1905), abogado sarmientista, preparará un proyecto de ley para echar a los agitadores foráneos.
Sarmiento (1811-1888) admiraba lo de afuera: su Europa, su Norteamérica, porque eso era civilización. Lo nuestro, lo original, era barbarie, era escoria, era basura. Un hombre oscuro que fue claro al dar el concepto de lo que él entendía por “pueblo”: “Cuando decimos pueblo, entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante”. Los otros, los nadies, nada se merecían. Eran lo que eran, y por eso no tenían derecho a ser. Más bien, merecían la muerte: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos". (Carta de Sarmiento a Mitre: 20/09/1861). Fiel a su darwinismo social, los pobres se merecían ser pobres, y por pobres debían morir: "Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos?. Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer". (Del discurso en el Senado de la Provincia de Buenos Aires, 13/09/1859). Los indios tenían el gran problema de haber nacido en una tierra que, por leyes ajenas, ya no era suya, por lo que también deberían ser masacrados: "¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar (…) Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado". (El Progreso, 27/09/1844; El Nacional, 19/05/1887); Es “preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana: raza perdida de cuyo contagio hay que librarse" (Carta a Mitre de 1872).
Profesor de pocos, ilustrado en el arte de aniquilar, sabedor de doctrinas extranjeras, admiró la mirada inglesa, pretendió tener la cultura inglesa, quiso que Argentina fuese inglesa: “La invasión de las Malvinas por parte de los ingleses es útil para la civilización y el progreso" (El Progreso, 28/12/1842), al tanto que lamentó que fracasaran las Invasiones Inglesas en la Argentina continental. Adicto al francés, escribió en ese idioma en una piedra de los Andes: ¡Barbares, on ne tue pas les idées!, que traducido quiere decir: ¡Bárbaros, las ideas no se matan!, pero nunca lo puso en español.
Alberdi, que pensaba en sus Bases que ni aun educando cien años a un gaucho o a un cholo lograremos siquiera un obrero inglés, impulsó una Constitución que hacía eco del lenguaje darwinista que invadía a la sociedad antisocial. Los constituyentes de 1853 reconocían la superioridad racial de los europeos –“especie” a la que ellos idolatraban-. Es así que, a instancias de Alberdi, se debía reemplazar a los argentinos por las razas viriles[2]. Cuidando el uso de las palabras, el Art. 21 aún hoy establece que el Gobierno fomentará la inmigración europea. La razón, en esos tiempos, era que ellos vengan a civilizar a los americanos. Nada decía nuestra carta magna, sino hasta la reforma de la constitución en 1994[3], acerca de los “otros” inmigrantes. No vaya a ser que lleguen muchedumbres bolivianas, paraguayas, asiáticas o africanas. Es así que a principios del siglo XX, esta verdad natural salió a la luz mediante la ley de residencia y otras leyes inmigratorias, que prohibían la entrada al país a vagos, pobres, chinos, anarquistas, y demás personas que habían nacido con la cualidad de simplemente no ser.
En Bolivia, donde la mayoría es indígena, Gabriel René Moreno (1836-1909) concluía, a principios del siglo XX, que el cerebro de los aborígenes y de los mestizos de su país era celularmente incapaz. Alcides Arguedas (1879-1946), becado en París por Simón Patiño, eterno dueño y ladrón del estaño de Bolivia, coincide con Moreno: los mestizos heredan lo peor de las peores razas. Es un hecho de la zoología más que de la biología: la pobreza del pueblo proviene de su propia naturaleza y no del robo dantesco de los recursos andinos que realizan los grandes empresarios.
Mientras tanto, en EEUU, entre 1911 y 1930, se aprobaban en 24 estados leyes de esterilización dirigidas a diversos “inadaptados” sociales: retrasados mentales, criminales y enfermos mentales. Se restringió también el matrimonio entre miembros de varias razas. Pero el triunfo clave del movimiento eugenésico se produjo en 1924, cuando una coalición de eugenicistas y algunas grandes empresas presionaron para conseguir la aprobación de la Ley de Johnson, que limitaba de forma muy importante la inmigración hacia Estados Unidos de los países mediterráneos y de Europa oriental. Los eugenicistas afirmaron que estos inmigrantes eran inferiores a los anglosajones y que estaban contaminando la raza americana pura. Theodore Roosevelt, quien imponía que EEUU debía ejercer el poder de policía sobre toda América Latina, exaltaba las virtudes de las razas fuertes, nacidas para dominar, y sentenció que no hay mejor indio que el indio muerto.
[1] Según Gallegos, los europeos que llegaron tenían serias insuficiencias físicas, morales y psíquicas. Citado por Lucila Larrandart en Desarrollo de los Tribunales de Menores en Argentina: 1920/1983.
[2] José María Rosa, Nos, los representantes del pueblo, pág. 333.
[3] La nueva Constitución le otorga al Poder Legislativo de la Nación, en su Art. 75 inc. 19 párr. 2, la potestad de proveer (…) al poblamiento de su territorio.