Por cada lágrima daba un paso. En ese mundo manda la calle, una reina ciega que entendió que en su reino entra cualquiera que no quiera ley, pero es ley sufrir para salir de ella. Y la calle parecía su techo y su escuela, su familia, su plato, su cuarto. Un policía lo ve solo y llorando, y lo manda al Juzgado de Menores. La jueza supo que estaba solo y llorando y lo encerró en un instituto. En el instituto creyeron que estaba solo y llorando y lo guardaron. Como seguía solo y llorando, la jueza decidió trasladarlo a otro hogar. Solo y llorando fue. Y a un tercer internado también fue. Pero como seguía solo y llorando, a la directora del hogar, 3 años después, se le ocurrió que debía hablar con el chico. Le preguntó si recordaba a algún familiar. Limpiándose las lágrimas contestó que sí. Recordó a su mamá, a su papá y a sus hermanos. Por “casualidad” se acordó dónde vivía. Por “casualidad”, durante 3 años, su mamá, su papá y sus hermanos lo buscaron por cielo y por tierra, de noche y de día, con una lágrima por cada paso, pero sólo encontraron la calle, reina ciega que juraba no haberlo visto. Por “casualidad” supo la jueza que él estaba perdido, solo y llorando, buscando su techo y su escuela, su familia, su plato, su cuarto[1].
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[1] A este texto lo escribí en base a una nota de Claudio Savoia llamada "Chicos internados, trama de interés y denuncias", publicada en Clarín, suplemento Zona, 21-11-2004.